El voto de la mujer, que hoy en día parece evidente y cotidiano, no lo era tanto hace unos años, En Arabia Saudita, por ejemplo, no se garantiza este derecho hasta 2011, aún así, está bastante coartado: las mujeres no suelen poseer los documentos necesarios para inscribirse, según ha denunciado en repetidas ocasiones Human Rights Watch (HRW). Además, para llevar a cabo el proceso -y para tomar, prácticamente, cualquier otra decisión en la vida-, deben estar tuteladas por un hombre.
Se añade a estas dificultades el hecho de que no puedan hablar con los candidatos masculinos sin que medie un portavoz, ni tampoco comunicarse con sus posibles votantes de este género sin él si es que son ellas las que se presentan a algún cargo. Cosa que, por cierto, no muchas hacen: frente a los 5,938 candidatos masculinos que se presentaron en 2015, durante las últimas elecciones municipales, sólo hubo 979 participantes femeninas. Para votar, asimismo, solo se registraron 130,600 mujeres, un número que palidece ante el 1,300,000 de hombres listados.
Nueva Zelanda fue el primer país en promover el sufragio femenino. Y, además, sin condiciones, para toda la población por igual.
El siguiente en hacerlo en orden cronológico fue Australia, aunque, eso sí, con ciertas restricciones: ni hombres ni mujeres aborígenes ostentaban este poder. Sucedió lo mismo en Noruega (1907), que exigía reunir ciertos requisitos relacionados con la posición social, mientras que en la vecina Finlandia, ya un año antes, se adoptó también la medida sin ningún tipo de veto.
En la década de 1910, el resto de países nórdicos se sumaron a la fiesta electoral para toda la población: sucedió en 1915 en Dinamarca e Islandia, mientras que en parte del resto de Europa (Austria, Alemania, Polonia, Lituania, Reino Unido e Irlanda) implementarían la ley algo más tarde, en 1918. El reino británico, por cierto, también lo hizo con restricciones: solo podían votar mujeres mayores de 30 años que cumpliesen con unos requisitos mínimos de propiedad