La propuesta de reforma migratoria que promueve Donald Trump si bien busca legalizar a 1.8 millones de jóvenes, deja en riesgo de deportación a 9.2 millones indocumentados y además busca eliminar la reunificación familiar de los inmigrantes legales. Tristemente este patrón de exclusión sin sentido tiene antecedentes históricos.
Todos los estudios académicos serios sobre demografía en Estados Unidos señalan unánimemente que, a largo plazo, los inmigrantes son un aporte económico y social que beneficia al país. Pese a esto Trump sigue obstinado con las deportaciones sin sentido, un oneroso muro de la vergüenza y reducir injustificadamente la inmigración legal.
Lo que en realidad busca el presidente con esta costosa e infundada propuesta, no es el bienestar y la prosperidad de la nación, sino asegurar el apoyo de su base de votantes, principalmente trabajadores blancos con poca educación y bajos ingresos, quienes mediante el prejuicio miran a los inmigrantes como una amenaza para sus trabajos mal remunerados y su cultura. Este prejuicio no es nuevo.
La papa, originaria del continente americano, prosperó en Irlanda hasta convertirse en un cultivo imprescindible para su economía. Entre 1845 y 1849 una plaga casi exterminó las papas de Irlanda, dando paso a una hambruna histórica, lo que a su vez dio como consecuencia una masiva ola migratoria hacia Estados Unidos.
A mediados del siglo XIX los inmigrantes irlandeses no fueron recibidos con los brazos abiertos. En su mayoría eran católicos y pobres, lo que generó un abierto rechazo por parte de los estadounidenses, en su mayoría descendientes de ingleses y alemanes protestantes.
Debido a que la Ley de Naturalización de Estados Unidos de 1790 restringía la naturalización a “personas blancas libres” y de “buen carácter moral”, los irlandeses no fueron considerados de raza “blanca”, a fin de impedir que se conviertan en estadounidenses.
En el libro “A Renegade History of the United States”, Thaddeus Russell explica que la primera gran oleada de inmigrantes irlandeses trabajó en empleos mal remunerados, que otros estadounidenses no querían hacer, entre ellos la construcción de canales a lo largo de la frontera con Canada.
El historiador compila artículos de prensa y cartas de la época que ejemplifican el sentimiento de los estadounidenses, quienes se quejaban de los inmigrantes irlandeses diciendo que les robaban los trabajos y los tildaban de “perezosos, clandestinos, impuros y borrachos que se revolcaban en el crimen y se reproducían como ratas. Lo más inquietante fue que los irlandeses eran católicos romanos que llegaban a una nación abrumadoramente protestante y su devoción al Papa hacía que su lealtad a Estados Unidos fuera sospechosa”.
Más de un siglo después estos prejuicios en contra de los nuevos inmigrantes provenientes de países pobres se mantienen vigentes, y al igual que en el pasado, el gobierno de Trump intenta poner trabas para que personas que por décadas han contribuido con su trabajo a la tierra de la oportunidad, puedan legalizar su estatus migratorio.
Hoy, aproximadamente 33 millones de estadounidenses (10.5 % de la población total) aseguró que tiene ascendencia irlandeses en una encuesta realizada el 2013 por la Oficina del Censo (comparado con la población de 6.4 millones en tiene la isla de Irlanda). Ya nadie pone en tela de duda la raza de estos hijos de inmigrantes ni su lealtad. ¿Cuánto tiempo deberá pasar para que termine el prejuicio en contra de los inmigrantes latinoamericanos?