El 14 de julio de 1789, la historia del mundo cambió para siempre. Una enfurecida muchedumbre asaltó una fortaleza real en las afueras de París, Francia. Ese hito fue catalogado como la Toma de la Bastilla y marcó el inicio de la Revolución Francesa.
Aires de libertad comenzaron a respirarse ante el fervor de ese movimiento social que provocaría la inexorable caída de la monarquía. Ya desde días antes —el 20 de junio de 1789 para ser precisos— Versalles fue presa de la agitación política y ya se avisaba una nueva era ante la inoperancia del antiguo régimen.
Luis XVI era el hombre menos querido en su país, acosado por problemas financieros y el descontento del pueblo. Dicha animadversión lo obligó a convocar una Asamblea Nacional que desembocó en el llamado Juramento del Juego de la Pelota —Serment du Jeu de Paume—.
Se trató de un compromiso de unión entre los diputados del Tercer Estado para no separarse hasta dotar a Francia de una Constitución haciendo frente a las presiones del rey Luis XVI. Así, el descontento social llevó finalmente a desatar una guerra que regaba esperanza sobre las áridas tierras del autoritarismo.
Sin embargo, como toda revolución, el problema llegó tan pronto se consumó y el poder recayó —si bien— en otras manos, pero en la misma cúpula tan alta como lejana para quienes históricamente han padecido más la injusticia.
Y es que la Revolución Francesa plasmó en su lienzo la hegemonía económica y social que la burguesía ya había alcanzado en el Siglo XVIII. El movimiento revolucionario derrocó a la aristocracia feudal pero facilitó la implantación de un sistema que para nada benefició a las clases más bajas.
Finalmente, la burguesía terminó por hacerse, paradójicamente, contrarrevolucionaria y acabó por controlar la propia Revolución a su conveniencia.

El poder del balón
Las relaciones de poder han marcado la historia de la humanidad y se adaptan a las condiciones de su entorno apoyadas en la propia literatura surgida de sus entrañas.
Siglos después de aquel hito en la Bastilla, Naomi Klein con su libro La Doctrina del Shock (2007) desmenuzó la correlación entre el desastre y su aprovechamiento por los dueños del poder. Eso, para la implantación de nuevas medidas a su favor.
Recién el choque psicosocial causado por pandemia de coronavirus propició el ambiente perfecto para llevar a cabo este fenómeno.
Trasladado al fútbol, esta doctrina quedó expuesta con la actual pugna entre los clubes de mayor abolengo y las instituciones, a las que retaron con la creación de la Superliga Europea. En un atentado contra la hegemonía en el poder.
Se trata de la aristocracia de la FIFA y sus ramificaciones como la UEFA que resultaron exhibidas en una reedición deportiva de la Revolución Francesa. La burguesía ahora disfrazada de clubes de fútbol, pretende redistribuir la riqueza que se encuentra concentrada en los organismos regidores.
Una afrenta que podría parecer tener matices de justicia, pero que no es sino la pugna por el mero control del dinero, sin importar los intereses de los de abajo, a los que se le arrancó este deporte—como casi todo— desde tiempo atrás.
Una fábrica ideológica
“El futbol ha sido arrebatado a la gente”, dijo hace unos años el exentrenador argentino Ángel Cappa. El míster de Bahía Blanca resume con esa frase la historia del balompié, misma que surgió entre las fábricas como mera distracción de la clase obrera, pero terminó secuestrado por la oligarquía y su carácter rapaz para vendérselo de vuelta a los trabajadores.
Aunque ahora convertido en un mero producto manufacturado.
“Es un manejo comercial desproporcionado porque también se han introducido en el futbol supermillonarios sin cuestionar nunca el origen de sus fortunas”, insistió Cappa. “Gastan dinero como si fuera una broma. El fútbol ha sido absorbido por el poder económico y ellos lo manejan”.
En palabras del escritor argentino Martín Caparrós, vivimos en la época del Fútbol Nike. Que no es sino el juego donde la meta es filmar propagandas carísimas para vender alguna cosa, como describió en su columna de El País del 7 de abril de 2014. Porque desde hace tiempo, el fútbol se convirtió no en otra cosa sino una fábrica ideológica.

Tal y como el filósofo esloveno Slavoj Zizek dijo sobre la industria del cine en Hollywood, la clave está en apoderarse de alguna historia de éxito entre millones para hacer creer que ilusamente aún la meritocracia impera en su maquinaria. Y que los cuentos de hadas como el del Leicester (campeón inesperado de Inglaterra) son siempre posibles en una realidad tan cruel como aburrida en medio de la hegemonía de los súper ricos.
“Es la mejor máquina de ficción que hemos inventado desde que un tal Saulo dijo que un tal Jesús había resucitado”, dijo el mismo Caparrós en su columna del NYT El mundo Mundial 1: La fábrica de ficciones. “Desde que un tal Robespierre insistió en que una república da a sus ciudadanos libertad, igualdad y esas cosas”.
Ya de por sí la Champions League era una élite que concentraba el poder para unos cuantos. Tan solo en las últimas 25 ediciones solo ha existido un campeón externo a las grandes ligas, aquel Porto de José Mourinho en 2004. Y apenas un campeón inédito, el Chelsea de 2012.
Ahora con la Superliga la fantasía superó la realidad.
La burguesía del futbol pretende atrincherarse con un muro que la distancie de aquellos que perseguían sus sueños con escasez en la billetera, para dar lugar a un mero cambio en la estafeta de poder.
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