Barack Obama
La inmigración puede ser un tema polémico. Todos queremos fronteras seguras y una economía dinámica, y las personas de buena fe pueden tener desacuerdos legítimos sobre cómo arreglar nuestro sistema de inmigración para que todos cumplan las reglas. Pero eso no es de lo que trata la acción que la Casa Blanca tomó.
Se trata de jóvenes que crecieron en Estados Unidos -niños que estudian en nuestras escuelas, jóvenes adultos que están iniciando carreras, patriotas que prometen lealtad a nuestra bandera. Estos “soñadores” son estadounidenses en sus corazones, en sus mentes, en todos los sentidos, excepto uno: en el papel. Fueron traídos a este país por sus padres, a veces incluso como infantes. Puede que no conozcan otro país aparte del nuestro. Puede que ni siquiera conozcan un idioma aparte del inglés. A menudo no tienen ni idea de que son indocumentados hasta que solicitan un trabajo, o van a la universidad, o piden una licencia de conducir.
A lo largo de los años, los políticos de ambos partidos han trabajado juntos para redactar leyes que habrían dicho a estos jóvenes -nuestros jóvenes- que si sus padres les trajeron aquí de niños, si han estado aquí un cierto número de años y si están dispuestos a ir a la universidad o servir en nuestro ejército, entonces tendrán la oportunidad de quedarse y ganar su ciudadanía. Y durante años, mientras yo era presidente, le pedí al Congreso que me enviara un proyecto de ley así.
Ese proyecto nunca llegó. Y porque no tenía sentido expulsar a jóvenes talentosos, dinámicos y patriotas del único país que conocen, únicamente por las acciones de sus padres, mi administración actuó para levantar la sombra de la deportación de estos jóvenes, para que pudieran continuar contribuyendo a nuestras comunidades y nuestro país. Lo hicimos basándonos en el bien establecido principio legal de la discrecionalidad procesal, desplegado por presidentes demócratas y republicanos por igual, porque nuestras agencias de inmigración tienen recursos limitados, y tiene sentido concentrar esos recursos en quienes vienen ilegalmente a este país para hacernos dañamos.
Pero hoy, esa sombra se ha vuelto a echar sobre algunos de nuestros mejores y más brillantes jóvenes. Atacar a estos jóvenes es un error -porque no han hecho nada malo. Es autodestructivo- porque quieren comenzar nuevos negocios, proveer personal a nuestros laboratorios, servir en nuestro ejército, y de otras maneras contribuir al país que amamos. Y es cruel. ¿Qué pasa si el maestro de ciencias de nuestro hijo, o nuestro vecino resulta ser un “soñador”? ¿Dónde debemos enviarle? ¿A un país que no conoce ni recuerda, con un idioma que ni siquiera puede hablar?
Seamos claros: la acción tomada hoy no fue requerida legalmente. Es una decisión política y una cuestión moral. Cualesquiera que sean las preocupaciones o quejas de los estadounidenses acerca de la inmigración en general, no se debe amenazar el futuro de este grupo de jóvenes que están aquí sin culpa propia, que no representan una amenaza, y que no quitan nada al resto de la población.
Expulsarlos no reducirá la tasa de desempleo, ni aligerará los impuestos de nadie, ni elevará los salarios de nadie.
Es precisamente porque esta acción es contraria a nuestro espíritu y al sentido común, que líderes empresariales, líderes religiosos, economistas y estadounidenses de todas las ramas políticas pedían a la administración que no haga lo que hizo hoy. Y ahora que la Casa Blanca ha trasladado su responsabilidad de estos jóvenes al Congreso, corresponde a los miembros del Congreso proteger a estos jóvenes y a nuestro futuro.