Un breve cese al fuego permitió la salida de más de 100 civiles de la planta siderúrgica y llegaron a salvo a Zaporiyia, en el sur de Ucrania.
La familia Tsybulchenko fue de las primeras que pudieron volver a ver la luz del sol tras una tensa evacuación negociada por las Naciones Unidas y el Comité Internacional de la Cruz Roja con Rusia, que ahora controla Mariúpol, y Ucrania, que quiere recuperar la ciudad.
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Cientos de civiles y de combatientes ucranianos siguen atrapados en la planta y las fuerzas rusas ya están adentro.
En los primeros días de la invasión rusa, Elina Tsybulchenko, de 54 años, se sintió conmocionada por el bombardeo de su ciudad. Igual que tantos otros residentes que participaron en simulacros de ataques, sabía que el único refugio confiable era la planta siderúrgica. Cuando ella, su esposo Serhii, su hija y su yerno Ihor Trotsak decidieron ir allí, pensaron que permanecerían unos pocos días.
No fueron pocos días. Fueron 60.
Habían llevado sus documentos, tres frazadas, dos perros y alguna fruta que consumieron en la Pascua Ortodoxa. Nunca pensaron que seguirían allí durante ese feriado, tres semanas después de su llegada.
¿Qué ocurre dentro de la planta siderúrgica de Mariúpol en Ucrania?
La planta siderúrgica es un enorme complejo con más de 30 secciones que pueden funcionar como búnkers e innumerables túneles, que ocupa 11 kilómetros cuadrados (cuatro millas cuadradas). Cada búnker es un mundo aparte. La gente no se podía comunicar entre sí. El aislamiento en que permanecieron dificulta el cálculo de cuántas personas permanecen allí.
De acuerdo con estimados rusos, en el laberinto de túneles y búnkeres bajo la vasta planta hay unos 2.000 soldados ucranianos atrincherados que se han negado reiteradamente a rendirse. Ucrania ha dicho que unos pocos centenares de civiles están también atrapados allí, y los temores por su seguridad han aumentado al agudizarse los combates en días recientes.
Las personas que permanecen en la planta enfrentan condiciones muy precarias. Algunos evacuados relataron que vieron cómo algunos de los heridos perdían la vida al escasear, o acabarse, los materiales de primeros auxilios o el agua potable.
En otro bunker, la familia Tsybulchenko vivía con una cincuentena de personas, incluidos 14 niños de cuatro a 17 años. Sobrevivieron racionando la poca comida que les llevaban los combatientes. Pequeños trozos de carne, avena, galletas saladas, azúcar y agua. La comida no alcanzaba para todos.
El bunker se estremecía por los bombardeos. "Todas las noches, al acostarnos, nos preguntábamos si estaríamos vivos al día siguiente", dijo Elina.
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Los Tsybulchenko y los demás dormían en bancos, encima de uniformes de empleados de la planta. Hacían sus necesidades en baldes. Cuando los bombardeos eran tan intensos que no podía vaciar los baldes en la superficie, usaban bolsas de plástico. Para pasar el tiempo, la gente jugaba a las cartas o improvisaba juegos de mesa. Alguien talló juguetes de madera con un cuchillo.
Un cuarto del búnker pasó a ser una sala de juegos para los niños. Encontraron marcadores y papeles y realizaron concursos de manualidades. Los niños dibujaban aquello que más ansiaban ver. Algunos dibujaron la naturaleza y el sol. Al acercarse la pascua a fines de abril, dibujaron huevos de Pascua y conejitos.
Los dibujos fueron colocados en paredes que sudaban por la humedad. El olor a moho impregnaba la ropa y las frazadas. La única forma de mantener algo seco era usándolo.
Tras la evacuación, y luego de darse su primer baño como la gente en meses, los Tsybulchenkos todavía tenían miedo de seguir oliendo a moho.
Trataron de almacenar agua de la lluvia, pero seguían usando desinfectantes para limpiarse ellos y los platos, al punto de que Elina tuvo una reacción alérgica en las manos. En los primeros días, ella fue a su oficina y llevó una loción, desodorante y algunos objetos personales que tenía allí. Llegó un momento en el que resultó demasiado peligroso aventurarse al piso superior. La mitad del edificio, incluida su oficina, se derrumbó por los bombardeos.