A lo largo de los años he escuchado las dramáticas historias de inmigrantes que dejaron todo atrás y emprendieron un peligroso viaje para llegar a Estados Unidos por la frontera.
Historia desgarradoras que han conmovido cada fibra de mi ser, pero todo esto cobró un nueva y más profunda dimensión cuando pude mirar con mis propios ojos el valor y el dolor que viven miles de nuestros hermanos.
Hace no mucho tuve la oportunidad de viajar a México y visitar el albergue El Buen Samaritano en Hidalgo, por invitación del sacerdote Víctor Castillo.
El primer día conocimos la labor del albergue, pero el segundo día nos convertimos en voluntarios para trabajar mano a mano con las personas que allí llegaban.
Al iniciar esa jornada nos dimos cuenta que ese día no habrían más voluntarios que nosotros: Rigo Trejos, Ron Cox (quienes viajaron conmigo), el sacerdote Víctor y yo. Adicionalmente, una monja brasileña y otra argentina eran las encargadas de la cocina ese día. Ellas no se daban abasto. Estaban repartiendo café con pan a todos los inmigrantes que ya habían llegado, así que nos pusimos delantales y empezamos a trabajar.
Los inmigrantes llegaban hambrientos, sedientos y muy cansados. La mañana pasó muy rápido brindando algo de alivio a esos hombres, mujeres y niños de miradas alegres y cuerpos abatidos.
Las horas pasaban y más inmigrantes legarían, así que comenzamos a preparar el almuerzo que consistía en huevos y arroz al estilo hondureño, ya que la mayoría eran de Honduras. A mí me tocó partir las verduras, hacer café, cocinar los huevos y lavar los platos vasos y utensilios.
Allí no se puede desperdiciar agua, hay que reciclarla, también debíamos ahorrar el jabón de lavar los trastes. En la frontera el agua y el jabón son recursos muy apreciados.
Después del almuerzo era hora de que ellos emprendieran de nuevo su camino en el tren, que pronto saldría hacia el norte.
El tren está vigilado por guardias, muchos de ellos disparaban al aire para amedrentar a los inmigrantes, fue un momento muy dramático.
Hablé con los guardianes y me dijeron que disparan para espantar a quienes llegan a robar los granos que carga el tren.
En el albergue conocimos muchas historias. Para los inmigrantes este lugar era un oasis en medio de su travesía. Vi a un hombre que llegó con sus pies totalmente llagados, brotando sangre, y vi las manos de una de las hermanas que lo curaba con sumo cuidado.
Vi hombres y mujeres que llegan enfermos y ahí encontraban un doctor que les daría medicina. Oí que muchos de los caminantes inmigrantes son cristianos y en medio de su dolor oran los unos por los otros y cantan los himnos más bellos y espirituales que se puedan escuchar.
Para nosotros el albergue fue un lugar de aprendizaje, en donde el corazón se vuelve más humano. Allí se aprende que hay mucha penuria en la tierra y que dar un poco de bondad es más que cualquier riqueza en este mundo.
Aprendí que todavía queda gente que ama a su prójimo como a ellos mismos y que Jesús sigue sanando heridas, sigue dando de comer a las multitudes y sigue mostrando su amor a través de aquellas personas que se convierten en los ojos, las manos y los pies del Maestro.
Me siento una persona diferente luego de esa inolvidable experiencia y aunque deseara que esas cosas no ocurrieran, que solo fuese una pesadilla de la que pronto todos vamos a despertar y aunque deseara que mis hermanos se quedaran en su tierra y no salieran a exponerse a tan triste camino, sé que ellos seguirán caminando con la esperanza de encontrar una vida mejor en el norte.
La próxima semana les contaré una faceta triste y poco conocida a la que se enfrentan los caminantes: bandas criminales se infiltran entre los inmigrantes para buscar víctimas.